jueves, 29 de noviembre de 2012

La palabra como delito


Juan Cuvi
Ex militante de  AVC

            ¿Quién es el cerebro que, a la sombra, propicia las políticas represivas y regresivas del régimen de Correa? Muchos ecuatorianos nos venimos haciendo esa pregunta desde que, a los pocos meses de posesionado, el primer mandatario dio muestras de su verdadera orientación respecto de la democracia y el respeto a los derechos humanos. La agresión en Dayuma fue, sin lugar a dudas, el campanazo de alerta de lo que vendría después. Y la profundización de esa lógica policial del ejercicio del poder no se ha detenido.

            No viene al caso enumerar la serie interminable de medidas, iniciativas y acciones que, a lo largo de estos cinco años, perfilan un proyecto autoritario que se fundamenta en la neutralización de la discrepancia por todos los medios posibles: persecución, hostigamiento, amedrentamiento, escarnio público, chantaje, cooptación. Estas son solamente manifestaciones de una muy bien estructurada propuesta de control social.

            No obstante, es importante aclarar que la policialización de la política –valga la redundancia– cuenta con la venia, aunque no con la autoría, del Presidente de la república. Y esto último por una simple deducción: Correa no posee ni la formación intelectual, ni la experiencia política, ni los conocimientos históricos y jurídicos como para montar una maquinaria represiva tan sutil como efectiva. Pero haciendo las cuentas finales se puede concluir que el correísmo, en la práctica, ha logrado lo que ningún gobierno de derecha consiguió: acorralar o inutilizar a muchos movimientos sociales y organizaciones de izquierda.

            Las pistas para desentrañar esta trama hay que buscarlas en las eventuales conexiones y coincidencia del actual gobierno con el febrescorderismo del pasado. Es decir, con aquellas prácticas y personajes de la derecha que hicieron de la represión una política de Estado; no una simple respuesta a los conflictos políticos o a las contingencias coyunturales, sino la aplicación sistemática de mecanismos de control social que incluyen las restricciones a la libertad de expresión, el linchamiento mediático y físico, el encarcelamiento, la involución jurídica o el chantaje laboral. Es decir, todo una andamiaje de instrumentos que abarca desde el sometimiento de las mentes hasta la regulación corporal, desde las posiciones ideológicas hasta la cotidianidad.

            El cínico desenpolvamiento de las figuras de terrorismo y sabotaje con que hoy se pretende juzgar a muchos opositores supera con creces los recursos jurídicos con los cuales el gobierno de Febres-Cordero persiguió a los militantes de Alfaro Vive Carajo. La desproporción de las acusaciones a los diez jóvenes detenidos en Luluncoto contradice cualquier principio de racionalidad política o jurídica. Nos retrotrae a las épocas más oscuras de la Historia, cuando las discrepancias se penaban con la proscripción, el exilio o la hoguera. Nos recuerda a Espejo encarcelado por pensar, a Montalvo perseguido por escribir. Es decir, nos presenta a la palabra como delito.

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