lunes, 13 de agosto de 2012

Entre la retórica de la participación y la práctica del silenciamiento

La criminalización de la protesta en el Ecuador

Juan Pablo Aguilar Andrade[1]
… el nuevo delegado que ahora hace las veces del duque,
sea por culpa de su nueva situación y del deslumbramiento
que ella le da, sea porque cree que el público
es un caballo al que el gobernante que le monta …
debe hacerle sentir con premura la espuela,
para que se entere de que puede montarle;
sea que la tiranía esté en la esencia del poder … no sé nada de ello …
lo cierto es que el nuevo gobernador ha ido a desenterrar contra mí
todas nuestras viejas leyes penales, que, como armaduras
deslustradas, yacían colgadas tan largo tiempo en la pared …
Para hacerse un nombre juraré que me aplica esas leyes
caídas en letargo … De seguro que es por hacerse un nombre.
William Shakespeare, Medida por medida, acto I, escena II

LA REPRESIÓN EN EL “ESTADO PARTICIPATIVO”
El primer artículo de la Constitución de Montecristi establece que la soberanía radica en el pueblo, quien la ejerce por medio de los órganos del poder público y de las formas de participación directa constitucionalmente establecidas. Esto, unido a la forma en que el texto Constitucional regula esas formas de participación directa,  ha llevado a autores como Juan Pablo Morales (2008: 161) a hablar de un salto cualitativo en materia de participación, pues gracias a los mandatos de la norma suprema se abriría “la posibilidad de que las personas, en forma individual o colectiva, se involucren activamente en la toma de decisiones, planificación y gestión de los asuntos públicos”.

He manifestado en ocasiones anteriores (AGUILAR, 2009, 2010-1 y 2010-2) que muchas de las supuestas novedades en realidad no son tales, pues existían ya en anteriores textos constitucionales, y que lo que se ha producido más bien es una lamentable reducción de lo público a lo estatal, que lleva a la pretensión de cooptar la participación e institucionalizarla por medio de una nueva función del Estado, la de Transparencia y Control Social.

Esto, sin embargo, poco importaría y no pasaría de ser una nueva ilusión incumplida, si no viniera acompañado por lo que cada vez con más intensidad y frecuencia se va presentando como una forma cotidiana de ejercicio del poder: la utilización de las leyes penales para controlar y desactivar la actuación de quienes no comparten el punto de vista del titular del Ejecutivo.

No hay todavía un estudio detallado del tema ni un análisis de casos y expedientes, pero entra cada vez más en el ámbito de lo normal conocer, por medio de la prensa, que movilizaciones o conflictos sociales han sido enfrentadas por el gobierno encarcelando a los involucrados o montando procesos judiciales en los que la acusación se centra en los que el Código Penal califica como delitos de sabotaje y terrorismo (artículos 156-166).

El 26 de noviembre de 2007 habitantes de Dayuma, en la provincia de Orellana, obstaculizaron la vía hacia el pozo Auca de Petroproducción para protestar por los que consideraban incumplimientos del Gobierno nacional a un acuerdo firmado dos años antes. Rafael Correa respondió declarando el estado de emergencia (Decreto Ejecutivo 770, Registro Oficial 231 de 13 de diciembre de 2007) y disponiendo, en abierta violación al artículo 24 número 11 de la Constitución entonces vigente, que de haber infracciones tipificadas por la Ley de Seguridad Nacional, se las juzgue conforme el Código Penal Militar, sin reconocer fuero alguno (artículo 5).

El 30 de noviembre las fuerzas especiales del Ejército, rompiendo puertas y ventanas, irrumpieron en varios domicilios y detuvieron a veinticinco personas, entre las que se encontraba la Prefecta de la provincia, Guadalupe Llori, bajo la acusación de terrorismo organizado (CEDHU: 2007: 11).

Los encauzados pudieron salir en libertad como consecuencia de la amnistía declarada por la Asamblea Constituyente en marzo de 2008 (segundo suplemento del Registro Oficial 343 de 22 de mayo de 2008),  pero en el caso de la Prefecta Llori una serie de maniobras legales y una acusación de peculado, que al final se estableció como infundada, la mantuvieron en prisión hasta septiembre de 2008 (EL UNIVERSO, 23 de septiembre de 2008).

Aunque el caso Dayuma fue presentado como especial pues, según el entonces Ministro de Gobierno Fernando Bustamante, la extrema violencia y la provocación de sectores interesados en producir el caos justificaba la actuación gubernamental (DÁVALOS), el recurso al Código Penal y la acusación de sabotaje y terrorismo se han convertido en una constante respuesta de las autoridades ante la protesta ciudadana.

Quienes se oponen a la explotación minera saben ya, por ejemplo, que un juicio por sabotaje y terrorismo puede ser la consecuencia de cualquier movilización. Los casos no son pocos y una buena muestra puede verse en la carta que la Federación Internacional y la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos dirigieron en febrero de 2009 al Grupo de Trabajo de la ONU sobre detenciones arbitrarias (FIDHU/CEDHU: 2009): órdenes de prisión en Morona Santiago y Azuay y procesos en curso en esas provincias, en Pichincha e Imbabura, muestran que no nos encontramos frente a casos aislados sino ante una clara y consistente política de gobierno para sancionar penalmente la protesta y, aunque en uno de los procesos se ha obtenido una sentencia absolutoria de primera instancia, en otro el resultado ha sido la condena de los enjuiciados.

A esto deben sumarse los procesos penales contra varios dirigentes del Confederación de Nacionalidades Indígenas, la acusación contra los supuestos participantes en los disturbios en La Concordia y la prolongada prisión de Marcelo Rivera; en estos casos, actos con diversos niveles de violencia se convirtieron, por obra de los fiscales, en ejemplos de terrorismo. En el caso de Marcelo Rivera, su abogado defensor ha presentado una queja por la presencia en la audiencia de formulación de cargos del Subsecretario Coordinador de la Política y de funcionarios del Ministerio de Gobierno, así como por la entrevista del primero de los mencionados con el fiscal y la jueza.

LA HERENCIA DE LA JUNTA MILITAR
Los delitos de sabotaje y terrorismo existen en el Ecuador por obra y gracia de la Junta Militar de los años sesenta y responden, indudablemente, a la doctrina de la seguridad nacional. El hecho de que se los haya ubicado en el Código Penal entre los delitos contra la seguridad del Estado, es una buena muestra de ello.

El Código Penal vigente al empezar la década de los sesenta (suplemento del Registro Oficial 1202 de 20 de agosto de 1960) sancionaba la obstaculización de las vías o los daños instalaciones de servicios públicos, pero lo hacían con la debida proporcionalidad, con prisión de un máximo de cuatro días, considerando que se trataba de simples contravenciones.

El 17 de marzo de 1965, la Junta Militar de Gobierno promulgó,  en el Registro Oficial 459, sin considerandos ni exposición de motivos, varias reformas al Código Penal, entre las que se incluía la incorporación de un capítulo denominado “De los Delitos de Sabotaje y Terrorismo”. Entre estos delitos se encontraban la paralización de servicios de salud (prisión de uno a cinco años); la destrucción, deterioro, inutilización, interrupción o paralización de servicios públicos (reclusión de ocho a doce años); el afectar la recolección, producción, transporte, almacenaje o distribución de materias primas (prisión de uno a tres años); la agresión terrorista contra funcionarios públicos o sus propiedades (tres a seis años de reclusión) y la amenaza terrorista (prisión de tres meses a un año), sin que se defina el alcance del término “terrorista”.

Irónico resulta que entre los delitos adicionales a los de sabotaje y terrorismo la Junta Militar haya incluido, sancionándolo con reclusión de cuatro a ocho años, el alzamiento contra el gobierno para desconocer la Constitución, deponer al Gobierno o disolver el Congreso, cosa que precisamente habían hecho los autores de la norma y.

En la codificación promulgada durante la última dictadura de Velasco Ibarra (suplemento del Registro Oficial 147 de 22 de enero de 1971), que es la hoy vigente, el Código Penal incorporó el capítulo de los delitos de sabotaje y terrorismo con los textos aprobados por la Junta Militar. El incremento de penas establecido al final de la última dictadura de las Fuerzas Armadas (Registro Oficial 621 de 4 de julio de 1978) fue dejado sin efecto no bien reinstaurado el orden democrático (Registro Oficial 36 de 1 de octubre de 1979); los tipos penales de sabotaje y terrorismo, sin embargo, se mantuvieron incólumes y el texto dictatorial de los sesenta sigue siendo ley de la República.

LA PROTESTA COMO DELITO
En los delitos de sabotaje y terrorismo importa menos el tipo penal en sí, que la lógica que está detrás de él. Esto porque sin duda hay expresiones de violencia que merecen una sanción, pero esta última no debe pensarse a partir de la idea de castigar la disidencia, ni del supuesto de la intocabilidad de un poder dispuesto a vengarse de cualquiera que lo cuestione.

Cabe preguntarse si la quema de llantas en la vía pública, acto típico de cualquier protesta estudiantil, merece la pena de uno a tres años de prisión prevista por el artículo 129 del Código Penal, cuando el ejercicio arbitrario del poder para privar de la libertad a una persona se sanciona con seis meses a dos años (artículo 180) y la pena no sobrepasa los seis meses cuando se atenta contra libertades o derechos constitucionales (artículo 213). A juzgar por las sanciones previstas, colocar obstáculos en la vía pública es para el Código Penal tan grave como agredir e incapacitar permanentemente a una persona para el trabajo (artículo 466) o el abandono de un niño que termina con la mutilación o la muerte de éste (artículos 476 y 477).

Todo lo dicho si no se sostiene que lo que ha ocurrido en realidad es una interrupción del servicio público de transporte, pues en ese caso el acusado termina enfrentando la pena del artículo 158 del Código Penal (de ocho a doce años de reclusión mayor ordinaria), igual que si fuera culpable de peculado (artículo 257) o de homicidio simple (artículo 449).
La falta de proporcionalidad de las penas establecidas para los llamados delitos de sabotaje y terrorismo salta a la vista y solo se explica por su verdadero propósito: asignar a la protesta consecuencias tales que desalienten el disenso e impongan la obediencia. No se trata tan solo de penalizar el uso de la violencia o la afectación a las personas, ni se piensa en que la reparación de los daños puede ser una alternativa más adecuada; lo que se pretende, únicamente, es sumisión, acatamiento y castigo a la disidencia.
Impedir la “aplicación de restricciones desproporcionadas que puedan ser utilizadas para inhibir o reprimir expresiones críticas o disidentes” es, precisamente, la recomendación que en relación con este tema hizo, en su informe de 2009, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2010: 451-452). Esto porque, según el mismo informe, en países como los nuestros “la protesta pública puede convertirse en el único medio que realmente permite que sectores tradicionalmente discriminados o marginados del debate público puedan lograr que su punto de vista resulte escuchado y valorado” (CIDH, 2010: 451).

En el caso del Ecuador, un estudio de Tatiana Larrea (2007) muestra que la participación es percibida por los ecuatorianos como una de las facultades que tienen en el sistema democrático. “Sin embargo, la participación se limita al reclamo. Las experiencias que conocen son las manifestaciones, las movilizaciones, las huelgas, las protestas y los derrocamientos presidenciales … Otro tipo de participación que no sea la denunciante es desconocida” (LARREA, 2007: 71).

Desde el retorno a la democracia no han faltado casos en que los delitos de sabotaje y terrorismo han sido invocados, tanto por funcionarios públicos como por empresarios privados; lo novedoso de la situación actual está en el hecho de haber convertido esa invocación en instrumento de gobierno y transformado el enjuiciamiento penal en respuesta común e incluso única del Estado ante las manifestaciones de descontento.
Rafael Correa, que dio nueva vida al olvidado artículo 230 del Código Penal (ofender con amenazas, amagos o injurias al Presidente de la República), ha resucitado también el espíritu con que fueron concebidos los delitos de sabotaje y terrorismo en la época de oro de la seguridad nacional.

No solo eso: el titular del Ejecutivo considera necesario perfeccionar el instrumento heredado de la dictadura. No otra cosa puede pensarse si se revisa el proyecto de reformas al Código Penal recientemente presentado ante la Asamblea Nacional (oficio DPR-O-10-81 de 9 de julio de 2010, ingresado el 16 de los mismos mes y año), cuyo artículo 3 pretende incrementar la pena por interrupción del tránsito, que de uno a tres años pasaría a un mínimo de dos y un máximo de tres años, equiparándose así con la tortura (artículo 204) y el abigeato (artículo 555).

Sin duda, la teoría jurídica permite sostener la inaplicabilidad de los delitos a los que vengo haciendo referencia. Sin embargo, la ponderación entre, por ejemplo, el derecho al libre tránsito y el derecho a la libre expresión, no puede tener más que eficacia puntual, y eso si nos encontramos frente a jueces receptivos; el problema de fondo tiene que ver, no con  argumentos jurídicos convincentes y bien construidos, sino con decisiones políticas. “La imposición de una pena, nos recuerda Jacques Verguès, no es una cuestión de principios sino de conveniencia política” (2009: 88).

PARA TERMINAR, EL PRINCIPIO
La política de criminalización de la protesta no responde a un sorpresivo cambio de rumbo del gobierno; es, más bien, el resultado de un proceso de silencios complacientes e inédita indulgencia que, por esas paradojas de la historia, dio su primer paso importante, me parece, el 10 de diciembre de 2007, día de los derechos humanos.

En esa fecha, la Constituyente de Montecristi conoció los hechos de Dayuma, a los que se hizo referencia anteriormente, y resolvió que el pleno de la Asamblea no era el espacio para tratarlos. Los procesos judiciales deben seguir adelante porque solo por medio de ellos se puede saber quién es culpable y quién inocente, sostuvo María Paula Romo, mientras Pedro de la Cruz afirmó que la Asamblea debía dedicarse a resolver los problemas estructurales y no temas puntuales. María Molina recogió, pintándolo de otro color, el viejo argumento de la derecha: hay que cuidarse de la manipulación del tema de los derechos humanos; y Trajano Andrade negó a “quienes antes violaron los derechos humanos” la posibilidad de reclamar al gobierno. Gabriel Rivera hizo un llamado a cerrar filas alrededor del Presidente: “que a nadie le quepa la menor duda del férreo e irrenunciable apoyo de estos asambleístas del Movimiento País hacia nuestro Presidente, porque es el buque insignia de la revolución ciudadana” (ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE, 2007).

En “El Juicio de Núremberg”, la película de Stanley Kramer, Abby Mann, el guionista, nos presenta el diálogo final entre Ernst Janning (Burt Lancaster), el juez alemán condenado a cadena perpetua, y Dan Haywood (Spencer Tracy) el juez norteamericano que lo condenó.
Créame, dice Janning, nunca me imaginé que podía llegarse a tanto abuso.

La primera vez que usted condenó a un inocente sabiendo que lo era, le contesta Haywood, ya llegó a eso.

En el Ecuador llegamos a la criminalización de la protesta, a las persecuciones, procesos penales y sentencias de las que estamos siendo testigos, y a las que vendrán en el futuro, el 10 de diciembre de 2007, cuando un grupo de asambleístas prefirió no ver los atropellos contra los que siempre había reclamado y sacrificó los derechos de las personas en el altar de las conveniencias políticas.

Quito, agosto de 2010

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Aguilar Andrade Juan Pablo, 2009, “La cuarta función del Estado. Análisis de una ficción”, en VV.AA., La Nueva Constitución del Ecuador. Estado, derechos e instituciones, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar – Corporación de Estudios y Publicaciones.
Aguilar Andrade Juan Pablo, 2010-1, “La participación institucionalizada”, en Aportes Andinos, Revista Electrónica del Programa Andino de Derechos Humanos, número 26, www.uasb.edu.ec/padh_contenido.php?pagpath=1&swpath=infb&cd_centro=5&ug=ig&cd=2647.
Aguilar Andrade Juan Pablo, 2010-2, “Derechos de participación y derecho a participar”, en VV.AA.,  ¿Estado Constitucional de Derechos. Informe sobre derechos humanos. Ecuador 2009, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, Ediciones Abya-Yala, pp. 223-235.
Asamblea Nacional Constituyente, Acta 007, 10 de diciembre de 2007.
CEDHU, 2007, “Dayuma: criminalización de la protesta social”, en Derechos del Pueblo, Quito, número 162, p. 11.
CIDH, 2010, Informe Anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos 2009. Informe de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, en http://www.cidh.org/pdf%20files/RELEAnual%202009.pdf.
Dávalos Pablo, “Dayuma en el corazón”, en http://icci.nativeweb.org/dayuma%20en%20el%20corazon.htm.
FIDHU/CEDHU, 2009, “Carta al Grupo de Trabajo de la ONU sobre detenciones arbitrarias”, 19 de febrero, en http://cedhu.org/index.php?option=com_content&task=view&id=584&Itemid=58.
Larrea Tatiana, 2007, ¿En qué pensamos los ecuatorianos al hablar de democracia?, Quito, Corporación Participación Ciudadana.
Morales Viteri Juan Pablo, 2008, “Los nuevos horizontes de la participación”, en VV.AA., Constitución del 2008 en el contexto andino, Quito, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
Verguès Jacques, 2009, Estrategia judicial en los procesos políticos, Barcelona, Anagrama.



[1] Abogado. Profesor de la Facultad de Jurisprudencia de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.

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