Por Francisco Febres Cordero
¿Es que no sabes que los
sábados está prohibido comer cebiche? El muchacho bajó la cabeza y
respondió: “Bueno, entonces pidamos pizza”.
Me contaba un amigo que un sábado cualquiera, ante la eterna
disyuntiva familiar de ¿y ahora qué almorzamos?, su hijo adolescente
votó por el cebiche. Entonces a la madre le nació una respuesta dictada
por sus ganas de fregar: ¿Es que no sabes que los sábados está prohibido
comer cebiche? El muchacho bajó la cabeza y respondió: “Bueno, entonces
pidamos pizza”.
Si por lo menos el chico hubiera inquirido quién
carajos había prohibido comer cebiche los sábados, habría denotado
cierta actitud de rebeldía. Pero, curiosamente, su sumisión fue total,
absoluta: alguien, en algún lugar ignoto, impone las reglas, y estas son
de tal naturaleza que hay que acatarlas sin preguntar ni, peor,
replicar.
El padre del mozalbete estaba desconcertado. Él, que en
su juventud había protestado ante cualquier signo de imposición, que
había buscado afanosamente todos los espacios para ejercer su libertad,
que había sido un permanente transgresor, no alcanzaba a entender cómo
su hijo, ante la broma de su madre, bajó la cabeza en lugar de levantar
el puño.
Son esos, tal vez, los signos de los nuevos tiempos.
Esto
también, al principio, nos pareció una mala broma: un día apareció la
prohibición de beber cerveza los domingos, con el argumento de que con
esa medida bajarían los índices de criminalidad en el país. Lo terrible
fue que, como el muchacho del cebiche, bajamos la cabeza y acatamos esa
norma impuesta por la prepotencia. Una regla tan absurda ¿obedeció tal
vez a la mentalidad puritana y obtusa de quien se la inventó o, por el
contrario, respondía a una política de más largo valiento que intentaba
regular nuestro comportamiento hasta en los asuntos más personales,
íntimos y baladíes?
Después, el miedo. El miedo a la sanción. La
existencia de una autoridad omnímoda que va, poco a poco, reglando
nuestros actos, restringiendo nuestra voluntad, mermando nuestra
potestad de hacer.
Y, entonces, el silencio. Ese territorio cruel
que nos sepulta y, de seres de carne y hueso, nos convierte en
fantasmas, seres incorpóreos, enmudecidos y enceguecidos: no vemos lo
que vemos, no hablamos sobre lo que escuchamos, no opinamos sobre lo que
sentimos.Sumisamente, nos recluimos en un espacio en el cual la
realidad se reduce al ámbito personal, con prescindencia de todo lo que
nos envuelve.
Son signos de los tiempos. Alzar la voz, decir lo
que uno piensa merece la réplica feroz de la autoridad suprema, que se
ha erigido en dueña de la verdad, de la razón, y a la que hay que
demostrar no solo respeto, sino, sobre todo, obsecuencia. Ejecutar
cualquier acto que manifieste inconformidad, peor si es con un puño
levantado, tiene como réplica la acusación de rebelión o terrorismo que
termina con nuestros huesos a la cárcel.
Nos encaminan en columna
hacia donde la autoridad más alta del Estado considera que debemos ir, y
hacia allá vamos, en silencio y temblorosos.
¿Y el cebiche? Ojalá
que lo que comenzó siendo una broma familiar no se haga realidad nunca
de los nuncas y podamos seguir comiendo cebiche… aunque sea sin cerveza.
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