lunes, 25 de marzo de 2013

El cebiche prohibido

Por Francisco Febres Cordero

¿Es que no sabes que los sábados está prohibido comer cebiche? El muchacho bajó la cabeza y respondió: “Bueno, entonces pidamos pizza”.

Me contaba un amigo que un sábado cualquiera, ante la eterna disyuntiva familiar de ¿y ahora qué almorzamos?, su hijo adolescente votó por el cebiche. Entonces a la madre le nació una respuesta dictada por sus ganas de fregar: ¿Es que no sabes que los sábados está prohibido comer cebiche? El muchacho bajó la cabeza y respondió: “Bueno, entonces pidamos pizza”.

Si por lo menos el chico hubiera inquirido quién carajos había prohibido comer cebiche los sábados, habría denotado cierta actitud de rebeldía. Pero, curiosamente, su sumisión fue total, absoluta: alguien, en algún lugar ignoto, impone las reglas, y estas son de tal naturaleza que hay que acatarlas sin preguntar ni, peor, replicar.

El padre del mozalbete estaba desconcertado. Él, que en su juventud había protestado ante cualquier signo de imposición, que había buscado afanosamente todos los espacios para ejercer su libertad, que había sido un permanente transgresor, no alcanzaba a entender cómo su hijo, ante la broma de su madre, bajó la cabeza en lugar de levantar el puño.

Son esos, tal vez, los signos de los nuevos tiempos.

Esto también, al principio, nos pareció una mala broma: un día apareció la prohibición de beber cerveza los domingos, con el argumento de que con esa medida bajarían los índices de criminalidad en el país. Lo terrible fue que, como el muchacho del cebiche, bajamos la cabeza y acatamos esa norma impuesta por la prepotencia. Una regla tan absurda ¿obedeció tal vez a la mentalidad puritana y obtusa de quien se la inventó o, por el contrario, respondía a una política de más largo valiento que intentaba regular nuestro comportamiento hasta en los asuntos más personales, íntimos y baladíes?

Después, el miedo. El miedo a la sanción. La existencia de una autoridad omnímoda que va, poco a poco, reglando nuestros actos, restringiendo nuestra voluntad, mermando nuestra potestad de hacer.

Y, entonces, el silencio. Ese territorio cruel que nos sepulta y, de seres de carne y hueso, nos convierte en fantasmas, seres incorpóreos, enmudecidos y enceguecidos: no vemos lo que vemos, no hablamos sobre lo que escuchamos, no opinamos sobre lo que sentimos.Sumisamente, nos recluimos en un espacio en el cual la realidad se reduce al ámbito personal, con prescindencia de todo lo que nos envuelve.

Son signos de los tiempos. Alzar la voz, decir lo que uno piensa merece la réplica feroz de la autoridad suprema, que se ha erigido en dueña de la verdad, de la razón, y a la que hay que demostrar no solo respeto, sino, sobre todo, obsecuencia. Ejecutar cualquier acto que manifieste inconformidad, peor si es con un puño levantado, tiene como réplica la acusación de rebelión o terrorismo que termina con nuestros huesos a la cárcel.

Nos encaminan en columna hacia donde la autoridad más alta del Estado considera que debemos ir, y hacia allá vamos, en silencio y temblorosos.

¿Y el cebiche? Ojalá que lo que comenzó siendo una broma familiar no se haga realidad nunca de los nuncas y podamos seguir comiendo cebiche… aunque sea sin cerveza.

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